Monasterio de Snagov, al norte de București, año 1931
La piedra de mampostería cede finalmente y la nube de
polvo blanco envuelve el altar de la capilla como niebla seca; una bruma sin
rastro de vida.
La oquedad bajo el suelo emite un hondo
gemido, exhalando su pútrido aliento subterráneo.
A continuación, la losa sepulcral es
apartada con prontitud por los ayudantes del reputado explorador que dirige la
excavación. Ambos hombres respingan a causa del esfuerzo, maldicen por lo bajo y
arrugan los ceños en un vano intento de lidiar con la fatiga y el sudor.
En un momento dado, se detienen; sus
intenciones congeladas, casi inertes. La nube de polvo se ha desvanecido al fin
y los ayudantes no dan crédito a lo que están observando. El reputado
explorador les imita y maldice a su ilustre modo. Los funcionarios del
gobierno, inquietas estatuas a sus espaldas, entre ellos el secretario del alcalde
y algunos representantes de la ley, se adelantan para alimentar su curiosidad
pero transcurridos unos instantes todos empiezan a desconfiar entre sí.
El monje allí presente indica
paciencia.
Pero nadie consigue seguir su ejemplo, nadie
es capaz de mantener la calma.
El misterio, apenas desvelado, se
adueña de la escena, de sus conciencias, y todos son testigos de su propio
desconcierto.
Entre la creciente confusión, aflora
una única certeza: los huesos que ocupan la tumba del antiguo voivoda, conocido
como Vlad Draculea, no son humanos…
Ilustración de Francisco José Asencio.
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